la fiesta del anochecer del otoño (epistolares I)
La fiesta del anochecer del otoño. Un festejo supremo. Los pájaros surcan el olvido de la raíz, enmohecida de derrota, y vuelan. Se escuchan campanadas a lo lejos que anuncian la hora que ya pasó, como siempre sucede. Un pueblo blanco de polvo y cenizas la aguarda o la contiene en esta espera torpe. A veces le da miedo alzar los ojos, ver algo que no pueda olvidar, detenido como una foto en una pared, tan mentirosa como eso. (Sonrisas o un abrazo tímido que se sostiene en el tiempo).
Hace mucho salió a caminar. Nunca volvió a reconocerse. Esto va más allá de la bifurcación del camino o la estrechez del sendero. Es una cuestión de amor a la vida.
Se desliga del pasado que poco importa.
Acaricia su sombra en busca de un resto de complicidad.
Sopla con el viento para empujar los rebaños de humo que la acosan, y sueña.
Su pincel baña de tigres una selva impenetrable. Ella es poderosa cuando miente, cuando late en esa búsqueda del amor, de la fantasía más tácita que hace hermoso su velo traslúcido. Y se sabe artista cuando puede creerlo, a pesar de todas las veces que le dijeron que no.
Por eso escribe una carta, como todos los que temen pero confían.
Para recorrer el mundo bastan dos ojos y para recorrerte, una vida. Pero te lloro cada noche y te suplico cada espera desnuda y cada sueño marchito. El otoño llegó y no te trajo.
El eco es el ayer y el mañana, el movimiento, la muerte del no. Hoy no escribiré nada nuevo, no seré sino yo la que escribe y la que canta en el atardecer de tus manos.
Quiero ir donde fue el brillo de tus ojos y mi esperanza absurda. El viaje es eterno, o quizás más.
Quiero hallarte en mi pasado, desterrarte y enloquecerme, pero no quiero olvidar, ser otra cuando te sonría o te cante que estamos de vuelta a través de los avatares del tiempo y de las partidas.
Y qué puedo hacer si el infierno me espera más que reír.
Alguna vez me encontrarán, cubierta de flores, amándote.
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