Nada se pierde
Después de mucho tiempo sin escribir, salió esto. No es lo mejor, seguramente, pero alguien me enseñó a no rechazar lo que la noche ofrece.
Me relleno de aire para volar despierta. Nado como un cisne que no sabe hundirse. El agua es salada pero ya lo olvidé. La cara tiesa frente a la ventana. El vidrio es frío y mi aliento dibuja el corto silbido del globo que explota en la oscuridad.
Llueve tanto. El agua es la forma del misterio que se esconde en los adoquines cuando eran barro y piel.
Todo un cuerpo a la espera de su contenido. Vacío para la intimidad de la miseria, aguantar la respiración para sobrevivir. Y también sueño lo que no hago en vida, abandonar hombres solos, cantar al viento, decir que mi nombre es único y si no me llaman mujer, no respondo.
Pero no estoy en el principio. Reconozco que el aire no es la esencia de un cuerpo con sed. Si viajara en tren, miraría mis ojos por la ventanilla negra y sabría que alguien observa desde atrás. Pero todo es silencio, salvo el silbido y el arrullo de las horas que pasan.
Escribo a una parte de mí que se esconde. Pocas veces la reconozco si no estalla. Me lastima verme sufrir. Si cada ser pudiera evitar un dolor, la historia se resumiría a aquella noche en la que me amaron y fui feliz. Pero después no.
Las huellas de sangre son difíciles de quitar. Impregnan los versos y la piel, como una capa de sarro que abriga.
¿Será el tiempo el que me llena de ese olor azucarado y tibio que es la voz del mundo cuando calla?
Las palabras son el alivio profundo de lo que no quiere llamarse soledad y es la gota que rebalsa el vaso del desamor.
El peor de los pecados de la pasión es tener nombre y apellido.